miércoles, 28 de noviembre de 2018

TARDE DE SÁBADO

Pues sentémonos un rato mientras les cuento como es que pasó todo esa noche, mejor dicho, les cuento lo poco que sé. Una cerveza, bueno, gracias y óiganme bien para que después no vayan por ahí con habladurías de que yo también andaba metido en ese lío. Lo cierto es que nos habíamos metido con mi compadre Anastasio a esta misma tienda despuesito de las doce como por tomarnos una por eso del calor, don Jesús se debe acordar. Con ese modo de calentar tan jodido desde la pura mañana. Nos fuimos resbalando de una en una hasta cuando llegó el Basilio y el Julián y se pusieron a pedir pa todos los que estábamos que a esa hora éramos los cuatro. Y entonces la charla se volvió como siempre que tomábamos con el Basilio. Que las guacas en esa casa vieja y fea de adobes que se está cayendo en El Callao, dizque las morrocotas enterradas hace como un siglo cuando no se conocían los bancos y la plata no salía en billetes por eso la gente rica la enterraba en esas casa antiguas y la palta se quedaba ahí. Nosotros en la misma banca de tablas junto a la pared óigalo como el que oye misa y los almanaques y los avisos de trago casi nos pegaban en la cabeza. Como a las dos empezó a llover y las lomas se pusieron grises y el cielo se puso como un manchón de ceniza y las cerveza se nos puso más fría en las botellas. Pero el basilio no quería callarse contando de sus entierros que ya tenían enriquecidos a tanta gente y uno en la misma ordeñadera de vacas todos los días y en la misma echadera de azadón, siempre jodiendonos y que nos jodieran como las diera la gana y otros si aprovechando porque la plata estaba ahí, enterrada al pie de nosotros asustándonos con lo de la pelotera del espanto donde dejan los baúles y si la mayoría salen enfermos es por arrebatarse y no hacer las cosas bien que no usan ni sal ni agua bendita, decía el Basilio parado delante de nosotros como si hablara en un salón lleno de gente.
Cuando don Jesús se salio un rato se agachó un poco y nos dijo bien bajito:
--Les voy a contar un secreto, así como pa los cuatro. Que nadie más vaya a saber.
Se salio hasta la puerta a mirar quien venía y no volvio a entrarse.
--Antenoche sacaron un baúl del Callao. Se lo encontraron en el techo, era todo de hierro. Estaba llenecito.
Todos nos pusimos a mirarlo con la boca abierta.
--Contá, contanos, Basilio –le decíamos.
--fue a eso de la medianoche. Yo iba de la tienda y vi la gente salir con linternas. Les juro que no estaba harto. No cogieron puel camino sino atravesaron los potreros.
--¿Pero quienes eran? –le interrumpio compadre Anastasio.
--Pues no sabría decirles bien. Uno sé que era el viejo Dionisio.
--¿Y a dónde se lo llevaron?
--A la casa del viejo. Yo los vi.
--Pero ya debieron llevárselo.
--Nadie ha podido entrar ayer ni hoy porque llegaron los Estrada y los soldados andan regados por toda la hacienda.
--¿Entonces el viejo Dionisio estuvo allá?
Parece que anoche estuvo aquí tomando. Se quedó borracho y soltó la lengua. Mejor dicho soltó algo y como es un viejo atontado nadie le creyó.
--¿Y los otros?
No se sabe quienes eran. Lo único cierto es que lo escondieron donde vive el viejo.

Yo esperaba que escampara pronto pa irme a la casa. Con ese frio que se puso a hacer no tenía muchas ganas de tomar. Los otros si esperaban, no a que escampara sino querían otra cosa. Me iba dando cuenta. Se estaban bebiendo las cervezas despacio, como haciéndose los escalofriados, una por allá cada hora. Aunque si era duro el frio. Y era que estábamos en octubre y el invierno se nos puso más insoportable todas las tardes. Por eso ya ni las montañas se alcanzaban a ver de tanta niebla. El río bajaba crecido de tanta agua que le vomitaban las quebradas. Agua amarillosa, enzarzada que llaman y por la noche hacía un ruidononón. Por eso también llevábamos ruana y sombrero a toda hora. Ya se sabía que si las nubes se negriaban y empezaban a ir aprisa no quedaba otra escapatoria. Pero eso no era cierto pa tomar tan despacio y conversar más.
--Todos los sábados sale –decía el Basilio.
--El aguacero lo tiene demorao.
El viejo llegó casi a las cuatro apenas escampó un poco. Venía por los potreros encharcados en forma de chirajos de ruana pero brillaban como espejos. Se había puesto como acostumbraba cada ocho días, unas botas nuevas, la camisa nueva y los pantalones a medio usar que le heredaba patrón Fidel Estrada. Era el más bajitico de t la región. La frente le daba debajo del pecho de Basilio. Hizo el amague de seguir derecho sin intentar del todo irse a la otra tienda que queda a la orilla del ferrocarril.
--Venga don Dionisio se toma una –lo convidó el Basilio desde la puerta.
Lo vimos pasar el broche de la cerca. Mi compadre Anastasio se arrimó al mostrador y le alistó una cerveza recien destapada. Los cuatro volvimos a quedarnos callados en la banca largo rato. Dionisio acabó de tomarse la cerveza y el Julián se paró a pedir otras cuatro. No volvió a sentarse don Jesús entraba y salía hasta la cocina que por el frío y atendía parado detrás del mostrador de tabla ya liso como un jabón de tanto rozarlo con los brazos encima. Todo olía a la misma vejez de las otras tiendas medio oscurecidas y al trasegar de todos los días de gente enruanada negriando las paredes.
--¿Por qué tan callao, don Dionisio? –Dijo compadre Anastasio.
--¿Y qué quieren que les cuente?
--Como que no –dijo el Basilio, ¿Qué hay de la Irene? ¿Ya no pelean?
--Ya no, porque no volví a dejarla salir a las tiendas. Ya como no toma.
--Debe ser distinto orita –le dijo mi compadre Anastasio.
--Si, uno se cansa más de todo.
--Como no va a ser distinto –dijo Basilio--, ya usté con plata y mejores posibilidades...
--¡Plata de qué¡
Se empezaba oscurecer más temprano que todos los días por el aguacero y la tienda fue llenándose de más gente enruanada. Los sombreros de fieltro destilando pura agua. Y afuera seguía lloviendo recio. Por eso yo no me había podido ir aprovechando el montón de personas. Pero no pude desde hacia muchísimo rato, porque eso era lo que quería. Y esto que decían no me gustaba mucho. Los otros hablaban que el invierno aquí, que el invierno allá, el río crecido, los potreros anegados, la papa se pudre en los surcos el maíz se amarilla, las vacas no dan buena leche, la vida se pone más cara. Que ese verano tan verraco si era para esperar una inviernada así.
El Basilio, El Julián y mi compadre se hacían señas de que otra cerveza para el viejo cuando llevara la que tenía en la mitad. Volvían a pedir siempre una sola con cuidado de la demás gente. Hasta que el aguacero fue pasando poquito a poco sin escampar de totazo. Y uno por uno se fueron saliendo mientras yo me buscaba el modo de irme con alguien. Pero no. Cuando me quise parar mi compadre se dio cuenta y me dujo espérese hombre y nos vamos los dos, cuál es el afán. Las otras veces fueron las cervezas que ya no me entraban y resulté con botellas llenas junto a donde estaba sentado. Hasta que otra vez volvimos a quedar nosotros cinco y don Jesús detrás del mostrador.
--Dizque el baúl estaba llenecito de monedas –le dijo el Basilio al viejo ya sin esconder la charla de don Jesús.
--Si puallá no hay nada. Tanto escarbar nosotros.
--¡Que va¡ ¿Entonces también estuvo buscando?
--Si. Ellos me mandaban, Yo tenía que cavar y ellos decían el sitio.
--¿Quiénes?
--Don Elías y don Josefino, los hijos de los otros dueños.
--¿Pero nada?
El viejo volvió a reírse.
--No le digo que no encontramos nada.
Ya mariado se puso con intenciones de salir. Dijo gracias y se empezó a despedir de nosotros. El Basilio y mi compadre ya lo esperaban afuera. Y yo piense como le saco el bulto a esta gente. No habíamos tomado demasiado pero se sentía un poquito La jartera. El viejo caminaba a tropezones. El si debía estar más borracho que todos. Se iba de orilla a orilla como si se lo llevara el viento. Había veces que se paraba, daba un paso adelante y se quedaba largo rato como una estatua pa no caerse.
--Lo vamos a llevar a la casa –dijo el Basilio.
Lo agarraron entre el Julián y mi compadre Anastasio cuidando que no se les fuera entre los charcos ni se resbalara entre el barro molido con el pisoteo de los caballos y las vacas. No se oía sino el croac de las ranas en todas partes. Croac croac como si la tierra fuera un poco de ranas gritando quien sabe qué mientras nos caían goteras heladas de las ramas de los árboles.
--Que asustan de noche –decía Julián.
--Asustar si –gangoseo el viejo.
--Entonces hay plata enterrada –dijo el Basilio.
--Que no encontramos nada.
--¿Y entonces por qué asustan?
--Yo que voy a saber.
Seguimos caminando. El viejo ya hablo menos y poco a poco se volvio como un costal desmadejado pero ellos no lo soltaban de los brazos. Yo iba atrás esperando un descuido. La oscuridad seiba llenando de vapor que sale de la tierra.
--Nos va a decir a las buenas o a las malas –le gritó Basilio.
--Yo no tengo que decirles, señores –se demoré en decir el viejo.
--Nos dice o lo echamos al río –le oí a mi compadre y pensé que eso se iba a poner feo.
--Que me van a echar al río. Estoy borracho y voy a mi casa.
--¿Dónde está la plata?
--¡Yo que plata¡
--La plata que ayudó a sacar.
--¡Yo que plata¡
En la revuelta cerca del río se metieron a un potrero por encima de una cerca de piedra- Ya llevaban al viejo arrastrando en la yerba mojada. Allí fue cuando me escondí aprovechando un árbol grueso pa hacerme detrás y ellos no se fijaron. Se alcanzaba a oír el agua turbia y el ruido que hacían arrimándose a la orilla. Hasta que ya no vi más sus sombras bajando el barranco entre los matorrales porque en ese momento me fui corriendo a todo lo que me daban las patas.
Y eso es lo único que les puedo contar y lo poco que alcancé a ver. Del resto juro que no sé nada. Eso ya me lo contaron en la casa al otro día y de ahí a la fecha no los he visto más a ellos ni supe a donde se volarían ni que pasó con el viejo.

domingo, 18 de noviembre de 2018

UN ATAÚD EN LA CARRETERA

UN ATAUD EN LA CARRETERA

Ya casi era media noche, el resplandor intenso de la luna iluminaba el camino empedrado por entre las ramas oscuras de los eucaliptos y las sombras transparentes se dibujaban en el suelo como muy pocas noches. Nicolás había sido el último en salir de la tienda y recordaba que al despedirse todos decían no explicarse por qué las horas pasaban más rápido cuando nadie trabajaba y todos estaban contentos, como esa tarde después de salir de las labores diarias, igual que tantas otras tardes tomando en El Resbalón.   Llevaba caminando largo rato desde la tienda cuando llegó a la entrada de la finca que se llama Verdún con su vieja mata de bejuco enredada a un espino que servía a la gente para escampar de los aguaceros y tenía forma de bohío. Tan acostumbrado a ver siempre los eucaliptos de la orilla, el espino y la soledad del camino iba a paso tranquilo sin fijarse en nada hasta que justo a la entrada, a unos metros de la enorme mata se le apareció un ataúd negro como el azabache tirado en el camino. Del susto lo único que se le ocurrió fue pasar por un lado y correr todo lo más rápido que pudiera, sin embargo, entre más intentaba acercarse a la otra orilla donde la carretera estaba desierta, el ataúd se le atravesó. Volvió a hacerse por el otro lado pero de nuevo no lo dejó pasar. O el ataúd se había movido con él o en ningún momento cambiaron de sitio, nunca pudo explicarlo.    Un extraño sopor como bruma densa le fue anegando el entendimiento. Quiso andar, ahora el camino se le ensanchaba, ya no se veía la hilera de eucaliptos altos ni el matorral en forma de choza de la entrada de Verdún, ni el ataúd estaba atravesado en el camino ni le cerraba el paso… porque en ese momento volvió a salir de la tienda El Resbalón, tal y como si nunca antes se hubiera ido. La puerta estaba cerrada. Llamó desde el patio, señora Ana Delina ábrame que vengo de ver algo horrible en el camino, ábrame. Se acercó y golpeó insistente. Luego esperó largo rato y volvió a insistir, señora Ana Delina, no me puedo devolver. Nadie le respondió ni se levantaron a abrirle. Apenas la soledad de la noche llenaba de sombras la vieja vivienda de paja y adobes. Decidió regresar de nuevo a la casa yendo más de prisa por el camino. Esto tampoco lo pudo entender el resto de su vida ni los que lo escucharon contar la historia, si por entre los deshechos hubiera podido llegar también. La luna seguía iluminando como una linterna lejana la expansión de los trigales maduros. Un viento suave mecía las ramas de los viejos eucaliptos.   Poco rato demoró en llegar a la entrada de Verdún con su portón amplio, el bohío de enredaderas y otra vez el ataúd atravesado en la carretera en aquel momento indeterminado, lo hicieron detener su caminata. Igual que antes trató de esquivarlo pasando por un lado. Como si se le atravesara a lo ancho del camino le cerró el paso y sintió que la lengua se le ponía como una piedra. Una angustia que le puso a temblar hasta la ruana lo hizo quedarse un instante de pie frente al ataúd. Un instante porque en ese momento algo como un vahído le nubló la visión y creyó que iba a caer en algo profundo parecido a un zanjón en el borde de la vía. Pero no. Otra vez resultó saliendo de la cantina El Resbalón. De nuevo golpeo con más fuerza: señora Ana Delina ábrame que ya he visto dos veces ese condenado ataúd, pero la casa le pareció desocupada y la soledad se hizo más grande. Pasó un buen rato lleno de demasiada quietud. Nada por ningún lado, por qué no me quiere abrir, señora Ana Delina, pero tampoco, fue como si ella ya no viviera en aquella vieja y fea casa de la que había salido hacía apenas un rato. Decidió regresar. Ahora eran sus pisadas en el empedrado rompiendo el silencio a lo largo de la carretera hasta llegar al frente de la entrada de Verdún. La mata de espino enredada de bejuco alrededor y el ataúd por tercera vez cerrándole el paso.    Fueron siete o fueron nueve veces, no podía evitar el miedo cuando recordaba y creía haber perdido la cuenta al ir en seis y la señora Ana Delina y el marido juraron siempre que nunca se escucharon ruidos fuera de la casa a pesar de que ella dormía apenas un par de horas y le repetía, pero Nicolás, usted no se fue tan borracho esa noche, pero no importaba ya. Sólo hasta la madrugada en el momento en que cantaron los gallos y empezó desaparecer aquel extraño silencio pudo regresar a la casa. Decían los vecinos que madrugaban al trabajo que lo vieron pasar a toda prisa como si alguien lo fuera persiguiendo y no podía hablar. Al llegar al patio cayó en el suelo como si descargaran un bulto de papa y la esposa creyó que se iba a morir de algún ataque, pero era el frío de la madrugada el que lo hacía sentir las partes del cuerpo pesadas como rocas cuando intentaba hablar.