sábado, 26 de septiembre de 2009

A VECES PARECIA UN SUEÑO

Magnifica empleada decían los dueños de los negocios, con unos ojos negros y una cara trigueña que más de una vez hizo regresar a los clientes pero esa rara costumbre de estrellar las vajillas contra el piso y reír como loca mientras las oía sonar al romperse nunca le permitía permanecer en los empleos. Esto nadie lo podía evitar, ni ella misma sabía explicarse, además, a ratos, llegaba a la conclusión de que ninguno la entendía, mientras juraba que no lo volvería a hacer, cada vez que resultaba despedida y se iba pensativa con un sabor almizcloso en la boca. Regresaba a la casa agotada, pensando en el tiempo que demoraría en conseguir nueva ocupación, no tanto por la necesidad sino las ganas de tener en sus manos descuidadas y grasosas, de contextura casi masculina; otra vajilla mientras exhalaba un suspiro, retenerla hasta agotar la última resistencia posible. Levantarla todo lo que pudieran sus brazos y soltarla. El ruido estrepitoso contra el suelo al caerse y la risa histérica, carnavalesca, convulsiva, haciendo un eco cristalino en toda la estancia hasta soltar lagrimas y ahogarse la respiración. Luego volvía una calma lenta y silenciosa, estática al frente de los escombros en una postura contemplativa mucho rato, a veces el rostro pálido hasta oír el grito de los dueños del establecimiento la hacía reaccionar como si despertara de un letargo indefinido y el irrepetible váyase.

De ahí sus horas recostada en la cama sin dormirse, pensativa, lo sabía de sobra, era lo bastante conocida y cada vez le costaba mucho más conseguir empleo porque ya se referían a ella como en un retrato hablado y su cara y sus facciones reconocibles. No faltó quien le dijera un día sin ningun escrúpulo que ya la cuenta iba en más de diez mil vajillas destortilladas lo cual nadie en la ciudad lo olvidaba. El resto carecía de la más mínima importancia: bonita y misteriosa, acostumbraban repetir los hombres al verla con su ropa demasiado sería para su edad, su caminar por las avenidas elegante y natural, lo bastante engañoso para despistar al más conocedor y esa soledad impermeable a cualquier afecto. Por eso vivía en cualquier habitación de cualquier barrio en medio de cuatro paredes sin ningun adorno, apenas una cama, una mesita de noche, un radio y su ropa en un mueble pegado a uno de los rincones.


Ya se daba por hecho cierto que hubiera roto las diez mil vajillas de porcelana fina sin contar las otras que eran de losa común, pero ella alegaba que no podía ser cierto porque pues en un sitio público no iban a utilizar vajillas de lujo sin lograr convencer a nadie. Desde entonces pasó meses sin hacer nada con la última esperanza de volver a ocuparse pronto en lo que le gustaba: Desde entonces también adoptó la costumbre de encerrarse en su cuarto a recordar épocas mejores. De la distancia le llegaba el rumor de porcelanas quebrándose sobre el piso. Y ya no podía reír frenética ni contemplar los rostros asombrados de los clientes ni las caras despóticas de los dueños volvía a quedarse horas y horas pensativa con la mirada fija en el techo, a veces interrumpida por la pausa breve de un cigarrillo mientras el humo se disolvía hasta volverse incoloro: Adopto también el habito de darse paseos de horas a pie con el solo objeto de mirar desde afuera a otras muchachas en sitios en que incluso ella había servido tintos, atendido mesas y quebrado vajillas. Ninguna le parecía que cumplía como es debido su labor y que todas vegetaban en la misma rutina, seguían un horario hasta agotar una espera. Luego desaparecían en la penumbra de las calles.

Fue después de varias noches de sueño intranquilo cuando empezó a acostarse temprano y a levantarse con el sol cercano al medio día molestándole el rostro en que descubrió el placer pasajero de soñar monstruos inmensos de cristal y porcelana al acecho en la habitación, algunos cabían por la puerta a pesar de sus barrigas enormes seguidos de otros menos corpulentos invadiendo las sombras alrededor de la cama y a veces la poseían en un ritual de movimientos silenciosos, de una manera indefinida hacia un éxtasis doloroso y placentero. Luego los levantaba hasta el techo y caían al piso estrellándose, al principio de los sueños con ruido ensordecedor de miles de fragmentos esparcidos. Más tarde a medida que los sueños se volvieron persistentes el ruido aminoraba sin entender la razón. Todo quedaba lleno de pedacitos errando a manera de asteroides en miniatura. Al despertar lloraba, el resto de la noche no conseguía dormir demasiado y sentía una extraña desolación porque su placer absoluto estaba siempre en la manera como sonaban al quebrarse. Fue por eso que volvió a la calle en busca de una nueva oportunidad en otros oficios olvidadnos un poco de las vajillas.

Durante un año se desempeñó en una fabrica de costuras en el centro de la ciudad en medio del estrépito de maquinas. Se vio entre cientos de empleadas que no entendían sus silencios, que no comprendían su soledad y a veces ni siquiera se percataban de su presencia. Fue aseadora en un hospital, cuyo olor a medicinas, enfermedad, proximidad de la muerte y las caras desesperanzadas la hicieron renunciar. Estuvo de vendedora en varios almacenes. Por último se ocupó de niñera en una casa de familia cuya adoración de su patrones la exasperaba en demasía y acabó saturando su espíritu solitario y gritó no más a pesar de la insistencia de los señores y el lloriqueo de los niños, renuncio una mañana soleada, la cara risueña con un poco de nostalgia en la mirada y nuevas esperanzas. Su nueva vida le había impuesto una disciplina de horarios y rutinas que en principio eran una tortura pero con los días la fueron envolviendo casi del todo en su remolino. El regreso a su cuarto de paredes descascaradas y solitarias con la cama friolenta y la mesita de noche le produjeron a lo largo de varias semanas un desasosiego poco comun hasta entonces, una sensación de estar de pie otra vez allí con lo que fue tan suyo pero sin hallarse, como si se tratara de su sombra desdoblada e inútil después de haber muerto, sin saber como ni en qué forma. Tan sólo el espejo le devolvía su figura alta, esbelta, con el cabello largo y desgreñado, sus manos masculinas. Reconocerse poco a poco en sus ojos grandes y otra vez en la distancia el rumor traído por el viento de miles de vajillas al romperse. La vida no consistía en emplearse en cualquier otra cosa sino en atender clientes, limpiar mesas y traer pocillos, y por encima de todo estar cerca de las vajillas, agarrarlas debajo del borde, sostenerlas y retener un poco el aliento...


Un día encontró un aviso en el periodico que decía: se solicita empleada para trabajar en almacen de porcelanas. Es la oportunidad de mi vida, pensó, grito y se repitio hasta la fatiga. Frente al espejo estuvo medio día arreglándose con exagerada minuciosidad, no como antes, solemne y señorial, sino fresca y juvenil, maquillada sin adornos superfluos, corrigiendo el detalle más insignificante. Jamás lucio tanta hermosura. La ciudad parecía postrarse a su paso como un sol recien descolgado de alguna parte inexplorada del universo. Caminó largo rato. Su felicidad desquiciante no soportaba el espacio cerrado de ningun transporte. Los dueños del almacén la miraban con la boca abierta desde cuando entró, una ansiedad mal disimulada con sonrisitas de complacencia mientras le mostraban todas las instalaciones del negocio estante por estante.

--¿Pero, díganme cuando puedo empezar?
--Eso es lo de menos, sólo queremos que se sienta bien aquí y pueda desempeñar su labor.
--¿Quiere decir que me van a dar el empleo?
--Si pero queremos que no lo tome como una carga molesta y pesada.
--Claro –dijo el otro--, se trata de hacer de esto una rutina que no la haga aburrirse y dejar pronto el trabajo.


Debió esperar dos días más, lo que ellos llamaban tiempo de aprendizaje, demasiado rápido a juzgar por su desmedido interés lo cual no tenía antecedente en los años anteriores del almacén con sus empleadas poco apasionadas en ejercer de una manera eficaz los oficios que consistían en empacar en cajas de cartón numerosas vajillas de porcelana nuevecitas, sacarlas a la luz como si en algun momento llegaran a ser victimas del moho, limpiarlas con tanta delicadeza, presentarlas en un ritual de excesiva ceremoniosidad a los clientes, empacarlas de nuevo para entregarlas, a veces, a quien las compraba, volver a irse con ellas al rincón y ponerlas unas sobre otras en los escaparates saturados hasta el techo. Igual le tocaba con las inmensas lámparas de cristalería importada, las enormes arañas circulares colgadas arriba de su cabeza le causaban cierto interes que a ratos se volvía depresivo, similar a las ganas de sentirse aplastada después de un delicioso contacto con los cristales deshaciéndose. En cambio, una colección de dinosaurios en miniatura le alteraba el instinto agresivo que degeneraba en deseos de morder, arañar y golpear. El resto del surtido eran muñecos de todas las formas, candelabros, jarrones, una cantidad de ceniceros de los colores más insólitos y el resto objetos pequeños.

Sin embargo no le gustaba el nuevo empleo. Coger estas cosas en las manos, acariciarlas de una manera rutinaria y deliberada, resistir hasta el delirio la tentación llegó a desesperarla cada día más. Dormía poco en las noches. Las pesadillas de otros tiempos ahora más nítidas y obsesionantes le atormentaban la s escasa horas de sueño. Esta vez las sensaciones se volvieron intensas, vividas de un modo tan inverosímil que desapareció de un momento a otro todo rastro de dolor en cada posesión y los monstruos con sus falos deformes y descomunales la arrastraban a un remolino vertiginoso de éxtasis y letargo. Los monstruos la tomaban en sus manos desmadejada como pluma suelta, la despedazaban con una minuciosidad particular sin perder la conciencia ante el espectáculo de verse desarmada hasta la partícula más indivisible convencida con asombro que su cuerpo era un enjambre de tornillos, tuercas y herrajes desarmables pero al concluir, todos alrededor del montón no sabían como reconstruirla. Se miraban asustados, lloroso; ella despertaba sin explicarse por qué no volvía a levantarlos para que se estrellaran, pues algo le decía, su cercanía más tangible los iba a volver tangibles y sonarían.
Se levantaba apenas aclaraba el día en la distancia sin que aún se pagaran las luces de la cuidad. Frente a la ventana de su cuarto sobre terrazas y tejados permanecía miramdo las mañanas parecidas a todas. El despertar siniestro de las calles entre el ruido de los carros y las luces en forma de un fuego extinguido en la inmensidad, macabro, torturador de las conciencias y esto siguió aumentando sus ganas de no desayunar y hubiera preferido acostarse con toda la ropa puesta para evitarse otra rutina. El camino al trabajo lo recorría de un modo autómata, llevada casi por instinto al almacén.

--¿Está enferma, parece muy pálida?—le dijeron varias veces los dueños del negocio.
--No es nada de importancia.

Al cuarto mes comprendió el absurdo de las cosas. Esperó la ocasión, sola, sin el asedio de la cortesía empalagosa de los patrones ni la presencia de los clientes. Desempacó la primera caja, la segunda y siguió con el resto en orden. Una por una estrelló contra el piso todas las vajillas y volvió a reír feliz, saltaba y seguía quebrando cristales, ahora sus ganas se transformaban en un deseo de no cesar jamás el ruido. Los ojos brillantes y su risa de un timbre cristalino con tonos quebradizos resonó libre como en el escenario de un teatro. Luego las gigantescas arañas fueron cayendo sin que la aplastaran como alguna vez creyó mientras sacaba el mayor provecho a los pedazos grandes. De una en una hasta terminar. En seguida fueron los malditos dinosaurios en miniatura, algunos transformados durante las pesadillas en bestias demoledoras, contra las paredes con fuerza, contra el techo. De nuevo las carcajadas y la multitud aglomerándose en la puerta sin atreverse a entrar, todos con la boca abierta, silenciosos, empujándose para ver mejor. Pero ella angustiada comprendió que muy pronto iba a concluir, que lo máximo que le había ocurrido en su vida se tenía que acabar. Miró alrededor la pila de pedacitos semejantes a un monton de cascajo reluciente y se puso a pisotearlo con inusitado fervor. Cuando vio lo inútil de su esfuerzo hundió los brazos hasta el fondo, revolvió cuanto pudo y los tiraba hacia arriba. Las cortadas en la piel acrecentaban ese placer que sentía desde siempre. La sangre iba empapado toda su ropa, rodaba sobre los pedazos opacando el brillo. Rodaba lenta sobre las baldosas y anegaba el piso. Revolcándose encima de los fragmentos, jadeante, con lagrimas en los ojos sintió un dolor agudo en la cara, los brazos, las piernas. Quiso salir a la calle y marcharse a la casa, sonámbula, con su apetito saturado hasta la nausea pero sentía zumbidos agudos lacerándole el cerebro. Caminaba a tientas, empapada en la sangre tibia. Todo alrededor se pobló de sombras móviles, indefinidas. Antes de caer vio el espacio cubierto de una niebla amarilla verdosa. Flotando en el vació alcanzó a percibir el ruido de sirenas, rumor de más gente aglomerada en la acera haciéndose a un lado casi a la fuerza, en bloque compacto y ansioso de novedad y un carro que marcha apresurado entre el trafico de las diez de la mañana. El mundo parecía una cortina oscurecida y el silencio la envolvía por oleadas.











MIENTRAS LLEGA MI PADRE



Entonces ocurrió la llegada de los pájaros una tarde apenas se opacaba el sol. Una manada inmensa y oscura como una nube, casi del color del banano maduro, aleteando silenciosa y una extraña música en cada chillido; cuando íbamos a decidir el pacto con Ella: Un pacto demasiado secreto y poco serio, al menos eso creí al principio. Ya cuando el invierno se estaba yendo y nos dejaba apenas un persistente olor a pantano que traspasaba la distancia hasta penetrar a través de las paredes. Los charcos de la planicie se volvieron herrumbrosos y se cubrían de natas enormes, a medida que el sol intenso seguía pudriendo el agua, la transformaba en una masa densa, tibia, plagada de renacuajos, zancudos y en la tarde ascendían vapores de la tierra. Tampoco se podía pescar en el río porque las crecientes acababan de arruinarlo. Teníamos que conformarnos con mirar el reguero de peces muertos flotando en la orilla. Cada día Antonio y yo regresábamos pero volvía a repetirse la historia.

Por eso los pájaros se nos convirtió en una gran novedad. Salimos a la mañana siguiente a caminar un rato por el monte en su búsqueda. Ella insistió largo rato en que si nuestros deseos coincidían llegado el momento, sólo así el pacto se cumpliría. Yo pensaba en el itinerario de los pájaros de una rama a otra sin alzar demasiado el vuelo ¿Por qué no nací pájaro para evitarme tantas contrariedades con mi padre? Pero estas pequeñas aves se dejaban agarrar sin mucho esfuerzo. Los pude mirar de cerca. Tenían plumaje anaranjado opaco, sus ojos pequeñitos, su mirada de vidrio. Me extraño esa parsimonia para dejarse coger sin hacer ningún intento de zafarse. En ningún momento aleteaban. Capturamos dos, los pusimos sobre la chaqueta, y tampoco trataron de volar en esa especie de hamaca, ya con el propósito de devolvernos. Ambos permanecieron quietos como de costumbre. Luego de unos minutos uno de los dos miró hacia arriba como si se preparara a alzar el vuelo. Quiso agitar las alas pero no, parecía que le faltaba el aire y cayó de espaldas, en cámara lenta. Nada pudimos hacer, quedó quieto antes de tocar el suelo. Al levantar su cuerpo emplumado se me hizo demasiado frió, como si estuviera tirado sobre la hierba. El otro permaneció en la misma posición por lo menos un cuarto de hora hasta cuando decidimos seguir el camino. No alcanzamos a recoger la chaqueta por que apenas me agaché lo vimos caer silencioso de medio lado.

Nos fuimos siguiendo la sombra de los eucaliptos hasta llegar a una de las piedras que quedan al borde del monte. Allí los pusimos uno junto al otro antes de echarles encima un poco de tierra recién removida. De nuevo el techo transparente de los árboles guareciéndonos del calor. Los demás pájaros volaban sobre las matas de espinos de los lados, indiferentes a las caucheras. Acaso los gatos ya estaban con el estomago saturado de su carne envuelta en plumas amarillosas. Ya no me dieron ganas de cogerlos. Quería seguir sin detenerme y pensé en lo de antes, como sería de bueno saltar de una rama a otra moviendo las alas pero ella me interrumpió diciendo que a las tres tenía que estar puntual en la casa para su cita diaria con la radionovela de esa hora. No te olvides llevarme uno o dos pajaros de estos. Me dijo antes di irse por uno de los atajos. Sobre los tréboles habían muchos más, quizá caían recién muertos de los alambres de las cercas. Ya empezaba a no parecer raro. A mi también era como si me escaseara el aire en medio de tanto calor. No llevaba apetito ni ganas de llegar a ninguna parte. Tampoco quería dar explicaciones ni que me preguntaran nada. Sólo mis ganas de no pisar más el suelo, elevarme , volar, irme...
Pero mi padre iba a venir en cualquier momento a llevarme con él porque ya te estás volviendo hombrecito y no sirve que estés todo e tiempo corriendo detrás de las vacas y andando como el judío errante río arriba y río abajo embarrado hasta los ojos de tanto buscar huevos en los pantanos y matar a los pobres patos con la escopeta aunque de sobra supiera que a mi nunca me gustó salir a matarlos. Lo acababa de anunciar en la carta que trajo mi tía Verónica esa mañana. Otra carta parecida a las de siempre cada mes. Porque mi padre se me estaba convirtiendo en un arrume de cartas metidas entre sobres rasgados de cualquier manera reposando para siempre sobre gavetas de la casa. Sus visitas me recordaban un olor a baúl recién destapado. Su ropa defendiéndose de las polillas en los mismos cajones. Su poco de herramientas en otras cajas de madera cuyo objeto era limitarse a mirar. Luego proseguía su constante hablar y hablar de maquinaria, como una predica en toda la casa, sobre buldózeres, excavadoras, noveladoras, Algo me iba haciendo sospechar que mi padre iba adquiriendo forma más cuadrada, chata, amarillosa y grasienta semejante al aceite impregnado en el overol negro y correoso de tanto estar metido sus adoradas maquinas. Dentro de poco vendría a llevarme con todas las ganas que me arrullaban de seguirlo. Además me empezó a inquietar ese pacto con Ella; cada rato pensativo mientras iban muriendo los pájaros a mi alrededor.

Mamá y Ella en la cocina no se perdían un detalle de la radionovela de las tres, sentadas en la banca de tronco cuadrado. A veces con la boca abierta. Se miraban con su silencio obligado, haciendo gestos de sentirse impresionadas sin atreverse a ningún movimiento sospechoso como si hicieran parte del escenario pero su papel consistiera en escuchar sin dejarse ver de los protagonistas. Se notó mi llegada hasta el final de la novela. Parecieron volver al mundo de un momento a otro.
--¿Por qué andas tan alejado? –preguntó mamá.
--Trayendo un encargo para Ella.
--¿ Y en eso llevas tanto tiempo?
--No han visto la mortandad de pájaros?
--Todavía no, pero ella ya me dijo.

También dijo que tan pronto los trajera se dedicaría a cuidarlos con intenciones de llevarlos a donde fuera. Horas cuidándolos en el jardín, hablándoles de cosas que siempre nos hicieron reír. Los iba a poner a comer frutas después que todos hubiésemos terminado. Al lado de mamá la veía sentada con los oídos cerca del radio tan pronto volvía a empezar la novela de las tres, los ojos entrecerrados debajo de sus párpados nocturnos. Empezaba a inquietar mis pensamientos mientras hablaba acurrucada junto a los jazmines en la penumbra de las lámparas. Tantos días caminábamos por el campo recién iniciado el diciembre en medio de esos días brillantes aunque esto acababa pareciéndome cada vez menos romántico, como después de un sueño.

Fuera de la casa los pájaros continuaban muriendo irremediables justo en las horas de más calor. Se les notaba desde lejos el sofoco y el aleteo desesperado. Nos sorprendían a veces al caer de los árboles o al parecer en los intentos de vuelo inútil. Los oíamos estrellarse igual que frutas maduras contra el suelo. Mis amigos y yo ganamos fama de enfermeros de pájaros en todo el municipio. Nos veían ir y venir en bicicleta con cajas de cartón llenas de huecos hasta la orilla del río. Desatábamos la caja apresurados, no arrimábamos como relámpagos al agua porque la brisa fría los reanimaba aunque no soportaban el frio constante de las noches. Tampoco buscaban la cercanía del agua ni trataban de llegar a la quebrada. Sin embargo se empezó a temer por la llegada de una epidemia que traían los pajaros, lista a contagiar a las demás aves de la región, sobre todo a los patos y las gallinas en los corrales. Por eso varios vecinos nuestros los recogían del suelo en costales con el único propósito de llevarlos arrastrando hasta un potrero, desolado, hacían huecos y los enterraban.
Ella y yo los atrapábamos vivos y también los llevábamos corriendo al río. A veces el día entero dedicados a nuestro oficio de salvarlos y quedar largo rato acariciando ese plumaje amarillo, esas alas negruzcas de cóndores diminutos, ese porte como si estuvieran hechos de madera. El tiempo se nos consumía entre sol y el viento. A ella se le olvidó un poco la novela de las tres sentada junto a mi madre y a mi por momentos esas ganas de ser como ellos y alzarme hacia las alturas, posarme en las copas de los árboles... de nuestro pacto hablamos poco quizá por el cansancio y esos silencios casi de letargo que nos envolvían. Pero mi padre iba a llegar cualquier mañana temprano como solía llegar. Pensaba esto mientras tomaba la sopa cada noche a las ocho sin que me abandonara el mismo desgano. Empecé a contar los días sin saber para qué. Después iniciaría otra cuenta más interminable, parecida a las esperas de mi madre silenciosa entre los muros de la casa. Esa mirada suya hacia la distancia sentada en uno de los bancos del patio. Dentro de poco empezaría la doble espera suya y esa otra espera mia.

Hasta la mañana en que llegamos como de costumbre al monte y ya no hallamos un solo pájaro vivo en ninguna parte. Pájaros y pájaros tirados sobre la tierra reseca. Una multitud que amarilleaba con su color oscuro el piso. Acaso habían muerto los que hacia poco salvamos. Ella se sentó a llorar en una piedra. No pude evitar un vacío extraño y profundo como si acabara de perder algo sin atreverme a entenderlo. Regresamos al río a sentarnos en la orilla a mirar el suave arrastrarse del agua sobre las piedras disformes del asiento, rodeado de los espinos grises bajo las sombras redondas de los sauces.

--Como me gusta todo esto –dijo cruzada de brazos, las piernas estiradas y la espalda pegada a un tronco.
--¿Te gusta qué?
--Le diré a mamá que no me quiero ir.
Como si eso fuera todo
--pero se lo voy a decir
--No lo permitirá... sé como es mi tía. Y a mi me espera algo peor. Irme con esa cosa que llaman mi padre.
--¡Antonio¡
--Pero es verdad.
--¿Y ya pensaste quien se irá primero?
--No.

Y otra vez sentí una vago letargo, como si me acabara de embriagar de las flores blancas de los borracheros cabeciagachados de la orilla de la quebrada. Toqué su ropa negra ajustada al cuerpo. Emanaba un olor de animal excitado. Su voz susurraba una de esas canciones de la radio. Y la palabra que definía ese momento, lenta, vaporosa, silenciosa. Dos bocas que se palpan con torpeza, manos tocándose temblorosas como siempre al principio. Ya no importaba para nada el resto. Mi deseo de volar expandido hacia la inmensidad de volar, alzarme sobre las ramas sin importarme a donde. Por un momento me acordé de una historia que escuche en alguna parte, no podía recordar donde ni a quien pero se refería a esto mismo: una pareja de muchachos convertidos en aves en el momento de estar haciendo el amor en un país lejano que tal vez no conocería, y nadie supo qué pasó después. Pero fue recordar algo tan fugaz, ahora en que las ropas yacían apilonadas unas junto a otras cerca de nosotros bajo la sombra del sauce. Fue en ese ahora, apenas un instante arropados por la brisa fría en que nos envolvió ese deseo volcánico recorriendo nuestros ríos internos como una lava arrasadora hasta dejar de ser cada vez nosotros mismos consumidos por algo que corroía nuestra cercanía. Sentí como si el dolor se alejara río abajo. Vi parecer enormes piedras emergiendo del agua, piedras negruzcas cubiertas de lama y la voz de ella cerca de mi oído:
--Se hace tarde para irnos.
--Déjame despejar un poco. Quiero pellizcarme
--Creí que esto te iba a matar. No creo que hayas dormido más de diez minutos.
--Era todo tan real. Yo no sé si lo soñé o fue una visión. Los dos éramos los únicos pájaros que nos salvábamos. Desde esas ramas se contemplaban las fiestas de Año Nuevo en las casas. La gente se cansaba de buscarnos. Apenas encontraron nuestra ropa aquí y alguien se quedaba largo rato mirando desde abajo mientras volábamos.
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Antes de llegar vimos por entre los eucaliptos el carro color cereza de la compañía donde trabajaba mi padre estacionado cerca del patio y se me helaron los intestinos. Todo se me vino abajo. Ni me dieron ganas de acercarme. Ella tampoco quiso decir nada. No creí que ocurriera tan pronto. Pero ni modo. Adentro me tendrían empacada la maleta con mis cosas. Quedaba muy poco por hacer y sentí un vacío cortante, como un abismo creciendo dentro de mi. Fue entonces cuando ella se atrevió a decirme no creo que te vengan a llevar porque hoy es veintitrés de diciembre y con rabia le dije es que de mi papá se puede esperar cualquier cosa, pero no, espera que pasó algo, mira vayamos corriendo. Fue entonces cuando vi asomar en el patio a mi madre llorando y cerca de ella a mi tía Verónica también llorosa aunque en silencio, ambas con ropa de viaje. El conductor del carro detrás de ellas con un llavero en las manos.
--Que su papá se fue a un abismo con el buldózer –Oí decir a mi tía Verónica cuando Ella y mi madre se me agarraron del cuello y el mundo me dio vueltas como un feroz remolino antes de caer desmayado.