Solo dos cosas le quitaban el sueño de las noches y copaban todos los días del año: la música y el pasado. La música que su padre gusto, bailó y escuchó en la sala en los ocios de las tardes. Y el pasado retenido sin explicación en el cuadrante de un reloj, con el incomprensible misterio de convertirlo todo en pasado, esa especie de fragmentos irrecuperables. Y la música, desde siempre la música, como obsesión delirante desde antes de nacer; esa sensación que surgió antes que experimentara dolor y placer alguno. Siempre la música, su verdadero cosmos y la colección de relojes.
Un recuerdo anhelante desde hacía tiempo: el almacén de la calle 77 con su galería interminable de discotecas, sus ganas diarias de ir allí, igual que en la infancia acompañada de su padre. Los dos parados frente a una estantería repleta de discos de cuarenta y cinco y treinta y tres revoluciones, el paquete bajo el brazo a veces contemplando las fotografías enormes de los cantantes que oían en la radio y en los acetatos mientras su padre le daba explicaciones.
Ahora era todo tan distinto, su padre muerto años atrás, el almacén clausurado, las horas en la casa grande, llena de otro pasado muy anterior a su vida, acaso de la juventud de su padre, alto y flaco como lo recordaba en la foto de la sala evocando esa vestimenta de los años sesenta, el cabello largo, la chaqueta y el pantalón desteñidos. Sin embrago, después adoptó un estilo de hombre serio y discreto, su acostumbrada calma. Lo mismo el almacen cuya propaganda había visto hacía poco en una revista farandulera junto con notas sobre la música de moda, algunas fotos de página entera de los Beatles, el asesinado presidente Kennedy y una selección de poemas a Marilyn, rubia y manoseada, su cabello y su cara que nunca lo atrajo en otras páginas de la misma revista empolvada y húmeda entre una pila de periódicos que coleccionaba un inquilino de la casa que un día no regresó. Además, el aviso apareció en publicaciones posteriores, así como en los diarios importantes de la ciudad y recordaba con certeza las propagandas de la radio, su poder arrasador en el mercado de las discotiendas, hasta el día de su desaparición, ya nadie recordaba cómo. Unos le contaban que por un incendio, que no sólo acabó la inmensa galería con sus millones de discotecas, sino toda la cuadra, el edificio de oficinas de la otra esquina, un hotel, y cuatro casas.
Pero la noticia no apareció en ninguna parte o no lograba recordarlo, a pesar de la búsqueda de varios meses en los periódicos. Le resultaba más creíble un traslado a otro sitio, ahora muy concurrido, con el nombre cambiado y vendían música recién salida. Un negocio por el cual había pasado muchas veces sin saberlo, aunque no parara en las averiguaciones hablando horas enteras en los cafés del centro con los amigos de su padre que lo llevaron a diálogos más intensos con coleccionistas, quienes lo llevaron a la gente de la radio, hasta reconstruir de poco en poco la historia del almacén, la fachada de ladrillos rojos, el letrero soberbio de neón que sobresalía a muchas cuadras y el grupo de empleadas vestidas de azul oscuro con el distintivo a un lado del pecho, muy parecido al aviso de afuera, tal y como lo vio en las revistas y en la prensa. Un edificio de tres pisos, una bodega y un sótano repleto de discos mucho más viejos, que solo giraban en las vitrolas. Tantas veces parado en la acería, la misma calle 77 con su anden de adoquines, la cuadra poblada de rascacielos y lo que fue la entrada del almacen ahora en escalones y puertas de cristal. Abajo un portón de madera daba acceso al garaje, sin poder creerlo del todo, era como un trasplante inesperado, incierto, de un barrio tranquilo a los bazares de cachivaches del centro, sin llegar a parecerse en gran cosa y el interrogante diario de quien pudiera volver a esos días caminando con su padre a lo largo de la avenida a comprar todos los discos que no conseguiría en ninguna parte.
Otras veces prefería pasar horas mirando la colección de relojes que poblaban la casa: relojes de piedra en los corredores, de sol en el patio, una cantidad variada de relojes de pared con su cucú al unísono que se oía más allá de la esquina de la cuadra. Relojes de bolsillo, relojes de cuerda. Reloj no marques las horas, solía repetir el bolero aquel en tardes tranquilas. Todos andaban sin detenerse y alejándolo cada vez más del pasado.
Hasta el día en que no supo cómo, se quedó dormido en el patio, cansado, al principio sin darse cuenta de nada, tal vez porque el momento inicial fue demasiado incierto, quiza porque todo llegó poco a poco, su padre la canturreaba seguido, Me voy acercando a ti, poco a poco, como la arena que caía del reloj. Tampoco supo cuanto duró el sueño, se despertó sin saber si soñaba, pero no, en la sala pudo ver el café retornando sin darse cuenta a la taza, el cigarrillo que renacía de sus cenizas sin haberse quemado, el taconeo de hacía rato de los mismos pasos de mujer en la acera filtrándose a través de la ventana, el tiempo aniquilándose, las hojas reverdeciendo, las nubes en retroceso y la música, desde siempre la música, como si quisieran devolverle las canciones que acababa de oír convencido de que ya no soñaba, mirando de cerca los relojes y otra vez la desconfianza de haberse equivocado. Sin embargo, las cosas volvieron a la normalidad tan pronto quedó despierto del todo. Esa noche trató de dormir fuera de lo acostumbrado, pensando sólo en volver atrás, los corredores de la casa en penumbras y de nuevo los relojes en un retroceso alocado, reloj no marques las horas porque voy a enloquecer y esta palabra retumbaba en un pozo inmenso; esta voz era la de Frank Sinatra, pero estaba seguro que era Roberto Ledesma, aunque su padre mencionó mucho a Los Pasteles Verdes. Las manecillas le devolvieron otro retazo de un día y esto le hizo desear ir más de prisa, de esta manera pensó dedicarse a dormir fuera de lo normal, buscando fatiga y un nuevo pretexto sin mucha suerte. Igual las horas tenían sus respectivos sesenta minutos, los días veinticuatro horas, encerrado en la casa hasta llegar a una tarde gris, cansado de la misma labor minuciosa y salió a darse un paseo por los almacenes del centro cuya penumbra añeja en los locales tan estrechos, no era en ningún caso una aproximación a la 77 .
Allí conoció de pie, junto a uno de los estantes mirando discos a Zeida, atraído al comienzo al verla vestida como la despeinada ja ja con su carita deliciosa y el desastre universal de su pelo y los cien peluqueros que no la arreglaban, delgada y ágil . . Un encuentro que le sacudió hasta los cimientos del suelo y ya no volvio a ser el mismo bajo la luz del luna, ahora el tiempo lo anulaba, tampoco el sueño lo retenía en la casa. Apenas le quedaba desandar el camino que el tiempo ha borrado, volver a la esquina de los encuentros diarios, ceñirla por el talle y jugar a la libertad de poder andar en algún rincón, bajo la luz de la luna, acariciar su cabello y mirarse en sus ojos inquietos. Inevitable dejarse llevar todas las tardes a un recorrido de media ciudad, acompañarla todas las noches al barrio tenebroso y oscuro, antiguo como la fundación de la ciudad, rodeado de tugurios y ratoneras, gente al acecho entre el resplandor de puñales. De regreso, transportado por sus pasos al sueño, mientras los relojes parapetados en toda la casa parecían ocultar una intención que no se limitaba a no marcar las horas, por que iba a enloquecer y desde entonces, vivía unas vigilias alteradas hacía el amor que ninguna mujer había sido capaz de entregarle.
Esperar la cita del día siguiente sometida a las manecillas que no comprendían su prisa, empeñadas más bien en avanzar llenas de la misma parsimonia. Tenía que ir irremediable hacia ella, hacia su continuación, las salidas a caminar cada tarde de la mano y detenerse horas bajo los árboles de los parques, sentados sobre la grama del césped. Pasión, promesas y su miedo, ese miedo a que como pájaro se vuela de la mano, pero no, era ese miedo obsesivo a las goteras de lluvia al caer, en si a todo amague de lluvia, tolerable solo a traves de la ventana. Siempre el pánico a un aguacero en plena calle. Su gusto por las rosas blancas marchitas y ese deseo insistente de una ciudad sin lluvia, unas calles sin llover sobre el asfalto. De ahí su excitación a los días soleados con su celebre canción un rayo de sol a mi corazón llegó y me dio su querer que al fin lo halle y las noches de verano, verano que también era otra especie de himno y la esperanza de un mundo seco y brillante.
Todo era soportable, su poca simpatía por la colección de relojes que tampoco parecían agradarse por su presencia. En cambio, la colección de música la dejaba sin alientos, aunque no gustaran de las mismas canciones y se inclinaban hacia aquellos discos que el compraba con el fin de aumentar la cantidad. Y todo era soportable, porque en el mundo no existía ninguna otra como ella, incluso que le soportara esas horas de dormir para devolver el tiempo y otra vez el recorrido igual que todas las cosas anteriores, inevitable hasta el momento aquel que después de haber pasado la tarde sentados en la misma banca del parque de la 77, a escasas cuadras del almacén, poco a poco el sueño los fue hundiendo en un marasmo de muchas horas, días acaso hasta despertar abrazados sin entender nada, sentados sobre los ladrillos de un antejardín al pie de un grupo de arboles y otros andenes de una ciudad extraña, con edificios de cartón, hombres y mujeres que no conocían y los ignoraban, pero unas cuadras adelante el almacen de discos opacado un poco a causa de la neblina y los amagues de lluvia.